Gimnasia (Mendoza) 1 – Boca 0

Domingo 28 de marzo de 1982, Mendoza

Hay algo que es innegable. El fútbol educa. Entonces uno aprendió con el paso del tiempo a detectar las injusticias y rebelarse contra ellas. A no tolerarlas y actuar en consecuencia si es necesario. A gritarle al mundo que todo tiene un límite y hay atropellos que no pueden dejarse pasar. Son pruebas que te pone la vida por delante para templar el carácter y el espíritu. El problema es que mientras uno aprende esto muy probablemente no sepa manejar algunos momentos y en vez de gritarle al mundo que todo tiene un límite termine pateando una mesa y haciendo caer dos tazas llenas de Nesquick. Cosas que pasan a los ocho años pero que no nos deben correr de eje. Ni hacer que el árbol tape el bosque de lo ocurrido en el estadio mundialista de Mendoza un domingo de otoño de 1982.

Sacó Boca del medio y la pelota cruzada cayó en los pies de Gareca. La paró, puso primera para hacer su clásica corrida dejando el tendal detrás y un tal Carlos Alberto Rojas lo cruzó con un planchazo bestial. Iba un minuto con veinte segundos y el árbitro Barraza llegó caminando con la tarjeta amarilla en la mano. Una jugada que pedía expulsión a los gritos y se convertía de esta manera en la primera gran injusticia de la tarde. La segunda llegaría en cuestión de segundos cuando Mouzo se acercó al árbitro y fue amonestado antes de que pestañee. A partir de allí se enrareció el clima de un partido, en teoría tranquilo, que servía para cerrar la primera rueda de la sección “C” del campeonato Nacional.

El doble cinco xeneize esa tarde era Krasouski y Passucci. Soldados hechos para dar cualquier tipo de batalla y que seguramente tomaron nota al instante de cómo venía de áspera la tarde. Con ellos a la cabeza hay que reconocer algo. Boca se olvidó de jugar y se dedicó a buscar en cada jugada vengar aquel trancazo a Gareca en el comienzo del partido.

Cuando te olvidás de jugar pasa que un rival cruza la mitad de cancha como si nada, tira una pelota al vacío y aparece alguien llamado Moreschini para quedar mano a mano con Gatti y fusilarlo. Un gol tempranero que terminó de hacerle perder la brújula al equipo xeneize dirigido por Vladislao Cap.

Pero no fue lo único que pasó. Antes de los veinticinco minutos del primer tiempo Boca perdía uno a cero pero ya tenía en los vestuarios tres expulsados: Brindisi, Ruggeri y Mouzo. Patear una mesa y tirar dos tazas llenas de Nesquick era lo mínimo que uno podía hacer a mil kilómetros de distancia de aquellos sucesos tan difíciles de digerir. 

La expulsión de Mouzo fue otra de las grandes injusticias de la tarde. Con el equipo en ataque, recibió un golpe sin pelota por parte de Letanú. Se levantó y fue a encarar al juez de línea. Roberto, líder espiritual y caudillo de la zaga, se pasó el dedo índice por su propio cuello en clara señal de lo que iba a hacer. Nadie podrá acusarlo de nada. El que avisa no traiciona. En la primera pelota que le llegó a Letanú, Mouzo lo midió y cumplió su promesa levantándolo por el aire.

La carnicería siguió un rato más hasta que terminó el primer tiempo y lo cierto es que Boca podría haber sumado un cuarto expulsado cuando Roberto Passucci fue en búsqueda de Letanú, lo volteó y le pateó la cabeza. Jugada que lejos de ser reprobada fue ovacionada por la tribuna boquense, a esa altura un polvorín que solo pedía sangre derramada en el césped.

En el segundo tiempo el técnico movió algunas piezas en busca de la hazaña. Afuera Krasouski, candidatazo a ser expulsado, adentro Tesare a ocupar un lugar en una defensa completamente desarmada. Passucci también bajó a la cueva y el Chino Benítez retrocedió unos metros. Por supuesto todos parches para tratar de lograr lo imposible.

Pese a la inferioridad numérica Boca se acomodó bastante bien y tuvo dos veces el empate. La última sobre el final con un disparo cruzado de Matuszyczk que se fue rozando el palo izquierdo. Un momento donde el sol inexorablemente empezaba a esconderse y eso  también significaba otra cosa: semoría el partido pero nacía la hora de agarrar la carpeta de matemática para estudiar la tabla del siete. Un momento bravísimo aquellas primeras sombras del atardecer de un domingo otoñal en el que aprendí a la fuerza que el mundo era un lugar hostil, repleto de injusticias. Un lugar horrible. Porque esa última pelota debería haber ingresado al arco mendocino y ser el gol del empate. Por lo menos eso decían en la radio. Que Boca merecía llevarse igualdad pese a jugar con ocho jugadores. Y que justamente por eso era despedido con aplausos que bajaban desde su tribuna.

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